jueves, 2 de agosto de 2007

Transferencias de vida.


La siguiente es una historia verdadera.

Pasó todo el día encerrado en casa. Apenas asomó por la ventana cuando llamaron su atención los gritos de una pandilla que goleaba tres por cero sobre la pared descarapelada de su edificio.

El departamento de 80 metros cuadrados, encerraba su angustia y marchitaba sus recuerdos, que a los 29 años; eran muchos para un joven que se estaba volviendo veterano frente al espejo del fútbol. Recorrió la zona de la habitación cien veces, subió por la banda del pasillo otras más y entro de frente al cuarto de su afición. Donde analizaba el partido de la vida.

Miró el México – Argentina en silencio, no sabía si disfrutarlo o sufrirlo.
Había sido parte de todo esto, pero al mismo tiempo el sentimiento marcaba su distancia con una barrera que parecía infranqueable.

La soledad de su domingo era acompañada de vez en cuando por el grito de algún vecino que daba indicaciones a Oswaldo, Morales y Pardo. La cocina era una isla desierta y la despensa solo almacenaba aire, así que mató el hambre devorando balones toda la tarde. En versiones de cable, prensa e internet, se empachó de resultados. Rumores, noticias, ligas, figuras, torneos y campeonatos. Solo así recuperaba la respiración y lograba sentirse ciudadano del mundo del fútbol.

La luz de la televisión pintaba de azul su cara profunda y seria. Mientras la melancolía lesionaba su mirada y la desesperación amagaba su sonrisa. Recostado en el sillón, confundía su silueta entre periódicos y encabezados de la Selección y la tropa heroica del Guadalajara. La magnitud de los acontecimientos le empujaba a jugar en un equipo con el uniforme de color olvido y un escudo de dolor.

Para él, la semana no terminaba aquí, apenas empezaba y sería una verdadera eliminatoria. Gambeteó la idea cien veces, el miedo le achicaba la zona y el pánico le hacía pressing al futuro. No pudo dormir nada, la cabeza rebotaba contra los postes de la cabecera y solo el ritmo de las primeras lluvias le ayudaron a regresar la mente al junio de su debut. Se durmió conciliando el sueño perdido en el campo del estadio; hacía once años que empeñó su vida al mismo club.

A la mañana siguiente desayunó solo un café; negro como su lunes y amargo como su pesar. Salió con el estómago hecho nudo, los nervios apretaban bien la marca. La sensación era parecida a la del penalti. Aquel que anotó en liguilla cuando el equipo parecía perdido y su cañón los recató. Sintió nuevamente los abrazos del directivo al que salvo el pellejo en solo once pasos.

Tomó carretera rumbo a Pachuca. Pagó el peaje de la caseta con la morralla que llevaba anidada en la miseria de su pantalón. Estacionó el modelo ´98 a unas cuadras de la sede del “draft” y al bajarse del coche, esperó que alguien le reconociera. No tuvo suerte. Ni siquiera recordaba el último autógrafo que firmó. Una vez más, tuvo que reprimir al ego, que llevaba varias temporadas en huelga de hambre. De entre tanta gente, apenas descubrió su figura el bolero del hotel, para preguntarle en qué equipo jugaba. Ocultando la respuesta tras unas gafas oscuras pasadas de moda.

Subió al elevador que le llevaría a su destino, pensando si debía oprimir el botón del sótano, el del “penthosuse”, pero se decidió por el de alarma. Caminó por el hotel haciendo “loby”, fingiendo entusiasmo y arrugando el mentón para engañar su preocupación con una sonrisa vana. Entró al salón de “transferencias” donde se negocia con las “vidas” de los futbolistas. Escondiendo su rodilla destrozada, disimuló el andar de su lesión, haciendo un esfuerzo para no arrastrar la pierna que lastimaría la redacción de un posible contrato.

Pasó la tarde entera encontrando un rincón para sus ganas…
Buscando algún álbum con su estampa…
Pidiendo una oportunidad para su vida…
Obligando a sus ojos y rodilla, a fingir entereza y fortaleza…

Jugar ya sería un lujo. Sobrevivir era lo que necesitaba. El régimen de transferencias cerraba su primer día de operaciones, la esperanza y la ilusión dependían de un piadoso ex compañero convertido en promotor, directivo, auxiliar o entrenador.
Ahora solo le quedaba tiempo y vida para regresar al departamento de 80 metros y esperar el juego de México vs Alemania y de Chivas vs Paranaense para volver a habitar sus recuerdos y vivir su mundo en el que solo existe cuando juega al fútbol.
Aún no sabemos cómo termina la historia de este hombre que se disfrazó de futbolista tan solo por unos años. En el deporte, hay tantos jugadores como vidas y tantas vidas como hombres. Todo depende desde que tribuna miremos el partido.

Y ahora, ¿qué le digo al abuelo?


El triunfo reconoce banderas y nacionalidades. Los títulos tienen muchos padres y las victorias muchas madres. Solo la derrota es huérfana y bastarda. El hígado, el riñón y el páncreas, no distinguen jugadores ni países. Su función es la misma aunque el dueño juegue para Italia, México o Brasil. Ninguna liga profesional y sus órganos están exentos del azote. Bajo su manto pernocta la ignorancia, se cobija el miedo y se anida la muerte disfrazada de interés. El dopaje se adjudica cualquier duda. Liquidando el sentido lúdico del deporte al canjearlo por un erróneo sentido competitivo.

Arrinconado por el euro y perseguido por el dólar.
Sometido por el resultado y subastado por el mundo.
Señalado por la antena y oprimido por el control remoto.
Valorado por el mercado y regenteado por un organismo disfuncional que devora hombres disfrazados de falsos héroes; el futbolista es obligado a jugar peleando.

Contra los rivales y peor aún; contra si mismo. Hoy gana el que más aguanta y el que más juega no es el que más la toca.Todo empezó cuando creyeron que el tríceps y el bíceps fortalecían la alineación. Pensaron que el químico era más técnico que el físico. Y el músculo más productivo que una gambeta. Entonces el análisis futbolístico se mudó al laboratorio. El microscopio se volvió buscador de talentos y la probeta campo de entrenamiento. Decidieron que era mejor futbolista el atleta súper dotado, que el morenito hambriento y patizambo. Y ahora cómo le explico al abuelo que Garrincha ya no funciona para jugar al fútbol…

La cascarita y el llano perdieron sustancia para encerrarla cruelmente en un frasco con la etiqueta invertida de su moral. Y el viejo fútbol confundido por una escala de valores ajena a su origen, se debate entre el gusto por jugar y el gusto por ganar. En donde más gana el que más tiene y no el que más gusta.

La persecución se transformó en estrategia y la fuerza en jugada favorita. Ya no hay artistas de uniforme cuya debilidad era la gracia y magia envuelta en cuero. Ahora solo quedan los más fuertes de osamenta y tendón, como único recurso para patear un balón.

Al tiempo terminaremos la narración con una brutal jugada en la que
norandrosterona ataca por la banda, manda un centro para eritropoyetina y nandrolona remata. No hay cosa más triste que un triunfo bajo sospecha o un grito de gol ahogado en una duda. El mayor complemento alimenticio del futbolista esta en su alma y la mejor inyección debería ser la emoción y el canto de una afición.

Cada vez hay más lesiones porque cada vez hay más tratamientos y cada vez más partidos de fútbol y mayores patrocinios y mejores sueldos. Di´Stéfano a quien no le hizo falta jugar mil copas para ganar más de cinco. Contaba que se curaba una lesión con jabón y agua tibia y un esparadrapo bañado en vinagre, escuchando la final del ‘58 en su vieja radio de galena.

El fútbol mundial convive con el afán de lucro y riqueza desmedida. Ayer era el pago por evento el que sometía nuestra afición. Hoy es el dopaje el que lastima nuestra ilusión.

Los científicos disuelven problemas pero crean algunos más. Su ejecución siempre advierte represalias cuando se utiliza en sentido contrario al de su genio. Pero el fútbol no es ninguna ciencia.

La verdad es un activo del ser humano y como tal, fundamento básico del deporte y el deportista. México, sus ligas y sus profesionales, no son artículos excluyentes de este gravamen por el hecho de no cotizar en las grandes bolsas de valores del fútbol internacional. En donde el asesino escondido en solución, inyección o complemento, ya cobró algunas vidas a las que se les pagaba por jugar.

La conclusión siempre matiza las charlas y divide generaciones. ¿Qué fútbol era mejor el de antes o el de ahora?. Mi afición sigue manipulando la razón, aunque cada vez creo más en los viejos de sus días. Pero en esa polémica con argumentos históricos y métodos tecnológicos durante la discusión, me ha surgido una terrible vicisitud: Y ahora que le digo al abuelo, cuando me pregunte quién es “doping”; ese jugador tan famoso del que tanto se habla y se comenta en nuestros días…

Gracias viejo.


El infartó lastimó su corazón en plena Nochebuena, secuestrando su bravura en el rincón de un hospital. Donde, entre sueños, dicen que hablaba un poco. Conectado a la máquina que le resuelve los minutos y nos detiene al mito en esta vida, rumiaba uno de mil recuerdos. Entre las palabras se le escapó un gol, frente a Sara, la mujer de toda la vida que sentada en el sofá de terapia intensiva, acaricia con su eterna compañía, la leyenda del hombre antes que la del jugador…

Era 1933 cuando el pibito de 7 años alineó su genio por primera vez en un equipo de fútbol llamado “Once y Venceremos”. Aquel día, el pequeño Alfredo marcó tres goles entre risas y lodo. Detrás de un árbol, escondido en el barrio de Barracas, el padre se acercó a mirarle de incógnito. Convencido de su permiso, con la boina calada y la nariz descarada, atinó a decir con ronca autoridad: “Mi hijo será el mejor jugador del mundo” Y esa fue la verdad…

Para quienes nunca le vimos jugar, la enorme figura del Alfredo Distefano habita en el respeto y la sabiduría de nuestros mayores en blanco y negro. Piedra angular de una intensa disputa generacional por elegir al mejor futbolista de la historia junto a Pelé y Maradona. Su existencia se volvió vínculo cariñoso entre nietos y abuelos. Fomentando la imaginación en quienes de acuerdo a nuestra época, nos acostumbramos cómodamente al jugador de Technicolor y control remoto.
Sin embargo, a Don Alfredo le he visto jugar más veces que a cualquiera, porque suelo pasar más tiempo soñando, que viendo televisión. Más de una vez me fui a dormir con las palabras del abuelo y su relato emocionado de un gol rematado en forma de escorpión. Repasando en la memoria de mis ídolos que acumulan archivos desde el ‘78, aún no he visto a nadie jugar como él solía hacerlo, durante el recuerdo de mis viejos.

Reflexionando acerca de su obra, concluyo que jamás hubo un futbolista tan grande como Alfedo Distéfano. Porque los tiempos nos obligan a ser testigos fijos del juego en directo. Aniquilando la ilusión y permutando el sueño del partido mágico, que solo puede jugarse en el terreno de la fantasía. Aquellos en los que un hombre se quita tres rivales con la camisa al viento y define el campeonato con el estadio de cabeza al minuto noventa. Persiguiéndole, los compañeros intentan abrazarle un pedazo de su gloria siempre solidaria y compartida; y hasta los contrarios agradecen haber sido elementos de este paraíso. Me quedo con Distéfano como el mejor de todos los tiempos, porque vive en mi cabeza.

Su era, escapó del videotape y los satélites. Otorgando su trascendencia al cuento de sus contemporáneos. Que narraban orgullosos sus hazañas, transmitiendo las mejores jugadas de Alfredo Distéfano desde una charla de café. Sin cables, ni señales, ni ondas electromagnéticas, el humo del puro formaba su anatomía que se movía con cuerpo de futbolista. Mientras las manos del antiguo interlocutor, ásperas de muelle y manchadas de sol, redactaban poemas y alegorías en el aire, dentro del espacio de su historia. Ante la mirada tierna de una generación huérfana de líderes.

Me contaba el abuelo que Distefano era dos en uno. Capaz de resolver una jugada comprometida en la línea de gol propia y segundos mas tarde, convertir la desgracia en histórica gracia favorable. Jugador total y futbolista monumental. Detrás del medio campo era el custodio más bravo de la pelota. Pero al cruzar la línea que separa a los hombres de los dioses, se desdoblaba en mago y hechicero. Poniendo de pié al Bernabeu que se desgajaba en rito y aplauso. Mientras Distéfano encaja la finta, la gambeta, el hueso y el músculo en apasionada entrega a la pelota; a quien siempre llamó: “vieja”. Por ella, la incalculable socia de su grandeza, levantó un pedestal en el patio de su casa y en la dureza del mármol de Carrara, grabó con la suavidad de una jugada al borde de su sincera redondez, la frase: “Gracias Vieja” , escrita con la pluma de su humildad.

Para definir su grandeza, diremos que el día que muera, será como ver morir el escudo del Real Madrid. Con quien ganó ocho ligas y cinco títulos de Europa consecutivos. El club de Fútbol más grande sobre la tierra, vestirá de negro una temporada entera, en señal de luto por su origen. Porque él, hizo del blanco vida. Y del fútbol; blanca pureza inmaculada.
Son las once con treinta minutos en el hospital La Fe de Valencia. Un proceso febril aplaza la operación del genio. A quien un by pass puede amagarle el epitafio. La voz llega ronca desde la cama con sábanas blancas, no podían ser de otro color.
Ha pedido un vaso de agua y bromeado con un colega de banda. Pregunta por Puskas y dice que ha visto a Kubala entre sueños. Aún mantiene el ritmo del partido pese a la falta que le lesiona. Vuelve a tomar la pelota y ataca, después de haber defendido en terreno propio toda la noche. Sigue jugando, consciente de su fortaleza y humilde en su debilidad. Sin la ostentación del superhéroe, remata el electrocardiograma que vigila el mito de su corazón. Marcado por un tanque de oxígeno, respira por su historia y aún así, contagia animo. En tiempos donde el fútbol y la vida se parecen tanto, se nos escabulle la estampa humana de Don Alfredo Distéfano. Futbolista moral y héroe legendario.
Comprometido con el honor y los valores propios del caballero, que hacen del fútbol un evento tan humano y noble. Junto a él, se nos puede escapar gran parte de la vida. Porque ahora ya no está tampoco el abuelo, que nos alimentaba su leyenda. Don Alfredo, si decide usted marcharse, dele un fuerte abrazo a mi abuelo. Es gracias a él, que le conozco y quiero. Y ahora gracias a usted, también lo extraño tanto.

Pague por soñar.


Semana mayor en pleno verano. Martes de guardar y jueves de reconciliar.
Buenos Aires y Hannover, encomienda para Chivas y plegaria por la Selección.
Veintidós futbolistas en coyuntura inmejorable para que México gane dos veces en solo tres días. Separados por la distancia pero adheridos a la misma religión, los fanáticos aguardamos impacientes la fecha y hora de cada partido.
La señal viaja miles de kilómetros y nos atrapa en el salón de la casa. Donde el sillón se volvía platea y la televisión nuestro estadio particular.
La evolución mediática se apoderó del fútbol y lo convirtió en millonario. Blindada por el pago de derechos. Subastada en dólares y euros; nuestra afición es adquirida por el desarrollo. La compra-venta nos permite acercarnos a la cancha como nunca para ver el partido desde ángulos inimaginables. Mirar un partido por televisión se ha vuelto un ejercicio íntimo entre fanático y jugador. Siendo los vestidores el único rincón del campo al que aún no tenemos acceso desde nuestro control remoto.

Pero el costo-oportunidad ha sido muy alto. Tanto acercamiento ha marcado una distancia considerable entre el origen del fútbol y su futuro inmediato. El aficionado cada vez está más lejos del balón y los colores de sus amores. Esta semana, millones de mexicanos devotos de la Selección y del Guadalajara no podrán gritar en vivo los goles de su equipo. Alterando así el silencio de su vecindad, el sistema nervioso de su barrio o el corazón de su colonia.

Los hombres licitaron la pasión, sometiéndola al “Pago por evento”.
Como en todos los órdenes de la vida el progreso también aniquila, cuando perdemos la memoria. ¿Todo tiempo pasado fue mejor?... es un juicio que depende de nuestros recuerdos.

En operación geográfica y comercial, se inventó la Copa Confederaciones como breve ensayo de Mundial. Pero había una vez, un espectacular campeonato que algunas generaciones guardamos con mucho cariño en los expedientes secretos de nuestra afición. Trápaga quien lo cubrió, me corregirá. Uruguay fue la sede de un “Mundialito” al que asistían con toda su solera los campeones del mundo. La Celeste recibió a Brasil, Argentina, Italia, Alemania y Holanda que suplía con dos subcampeonatos mundiales a la Inglaterra campeona del ´66. Quien declinó la exclusiva invitación, mitad por inglesa y mitad por Las Malvinas.

Era diciembre de 1980, faltaba año y medio para el Mundial de España. Las vacaciones de invierno eran más cálidas en Veracruz que en el D.F. y hasta allá íbamos seis horas por carretera dirección Xalapa y Perote a pasar fin de año con los abuelos por parte de mamá. La Fragua #450. Col Centro; era una casa que hoy debe cumplir 125 años si la polilla se lo permite. Por las mañanas; la pandilla de primos y amigos jugábamos al fútbol en la playa de Mocambo. Sintiéndonos Fillol, Tardelli, Sócrates, Rumenigge o Bruno Conti. Y al atardecer del Golfo, volvíamos a casa con la ilusión de ver en televisión a nuestros héroes jugando el “Mundialito” y devorar 50 sándwiches con 6 litros de Choco-Milk.

Para mí a los seis años, la fantasía era mayor. Porque además de todo escuchaba los goles narrados por papá. Que se fue muy lejos justo en Navidad.
Un septuagenario aparato adornaba la sala roja. Ubicada en medio de una selva tropical a la que mi abuela llamaba “jardín”. El televisor era un “Philco” de bulbos que tenía mas pinta de mueble que de televisión y el recinto un ecosistema tropical en donde los mosquitos eran tan grandes que entraban por las ventanas ladrando.

La operación mediática que sufríamos todas las tardes para poder ver los juegos, fue una ciencia digna del ingeniero más experimentado en telecomunicaciones.
Las transmisiones nos llegaban en blanco y negro. Por lo que años después me enteré del porque a la Selección Italiana le decían “Azurri”. Hasta entonces yo la había visto siempre con uniforme gris oxford.

Mi primo Pepe (el mayor) ejercía de satélite. Estoico y valiente, permanecía los noventa minutos sacrificando su afición en la azotea. Deteniendo la antena que vapuleaban las ráfagas del viento norte que en invierno azotan al puerto. Desde el salón, el resto gritábamos: ¡¡derecha, derecha!!… ¡¡izquierda, izquierda!! Y así ajustábamos la señal que se originaba en el Centenario de Montevideo. Cuando gritamos el gol de Júnior a Scumacher, o el de Maradona a Carlos; el pobre de mi primo Pepe estiró el cuello por la escalera para ver la repetición y entonces nos la perdimos. Uruguay salió campeón invicto con Victorino de goleador. Alemania terminó último lugar y los italianos enfilaron rumbo al título en España ‘82, quitándose a Brasil y a Zico de encima. En ese viejo televisor, muchos de nosotros descubrimos nuestra verdadera afición por este deporte y la vocación por la comunicación.

Veinticinco años después, llegó el progreso y nos arrebató el recuerdo.
El Philco de bulbos en blanco y negro es una pieza de “Art Nouveau”. Mi primo Pepe juega con su hijo Alvaro, que desde los cinco años da órdenes al Ronaldo y al Zidane que tiene encerrados en una caja a la que llama “Play Station”. Y yo. Y usted. Como muchos mexicanos, aguardamos con tristeza, resignación y algo de nostalgia, el día en que los responsables recuerden que lo más grande que tiene este deporte es la nobleza de su afición. La pasión se ha licitado, el sueño fue subastado y el fútbol empeñado. Volviendo de plástico al antiguo y humilde balón de cuero.
Quizá en economías desarrolladas como las europeas, entendamos al pago por evento como un recurso alternativo de los clubes y las ligas.
Pero en América Latina, el fútbol sigue siendo patrimonio de los pueblos.
Esos pueblos en cuyas calles crecieron Ronaldinho, Crespo y Rafa Márquez.
Esos pueblos que invierten parte de su salario en apoyar un equipo durante largas temporadas, a cambio de tan poco.

Pagaría por un viejo televisor “Philco” de bulbos a blanco y negro. Pero en honor a uno de los mejores recuerdos de mi infancia, me niego a pagar por ver un partido de fútbol en la televisión de mi casa. Hay dos elementos que suelen crecer justo en el partido grande y durante el torneo importante: “Hoy la ambición le apagó la televisión a la afición”. A pesar de todo, aún queda nobleza para gritar con fuerza: ¡Que vivan las Chivas Rayadas del Guadalajara y que gane la Selección!.

Milagros inesperados.


Poco tiempo ha quedado para detenernos a observarlo. Pero así suceden los milagros, sin que nos demos cuenta. Los súper héroes tienen prohibido morir. En todo caso; cuando lo hacen, reencarnan en leyenda y cuento. Viviendo para siempre en los recuerdos que habitan en nosotros los mortales. La taquicardia se detuvo. La pasión entró en remanso y tenemos tiempo para buscar una buena historia. La de un súper héroe que estaba perdiendo su inmortalidad.

Como hace 19 años y por casualidad, estas fechas también han tenido mucho Maradona. Tanto como para recordarlo en vida, cuando todos creíamos que le acompañábamos silenciosos y lejanos a su muerte lenta. Explicar con palabras lo que nuestros ojos podían ver cuando jugaba, es tan complicado como entender su recuperación. Mucho Diez. Mucho Diego. Eso es lo que necesitamos todos para volver a creer que existe la magia, la fe y por lo tanto los milagros.

Antiguamente, para ser tiffosi del Napoli debían acreditarse dos requisitos: nacer a orillas del Tirreno o tener una abuela napolitana. Los que no cumplíamos con ninguno, ignorábamos donde quedaba Nápoles hasta que él llegó. Yo también me hice fanático del Napoli por Maradona.

Jamás una ciudad pequeña había perdido tan radicalmente el anonimato en la poderosa comunidad económica. Nápoles parecía ser el único rincón de Europa capaz de convivir con Maradona. La Barcelona caprichosamente mediterránea lo intentó con toda su estirpe pero falló. Con esa actitud tan catalana, demostró que en la misma ciudad convivían el genio de Gaudí, Picasso, Miró y Dalí. Pero no podía levantarse un monumento más grande que La Sagrada Familia, El Barrio Gótico o Las Ramblas, ni tan genial como Maradona. Diego no cupo en aquella metrópoli llena de cultura, erudición, instrucción, ilustración, sabiduría y perfección. Acostumbrada a ser el centro de todo por sí misma. Había que buscarle un lugar americanamente tercermundista en Europa y ponerlo en el mapa de inmediato. Para que Maradona lo volviera el centro de algo, en este caso el centro del fútbol. Casi nada.

Desde la visión histórica esto puede ser tomado como una aberración, pero desde la tribuna del aficionado significa una anecdótica conclusión. Las ciudades terminan pareciéndose a sus jugadores cuando se trata de figuras. Así se pareció Madrid a Di’Stéfano, siempre señorial y elegante. Milán a Gullit, Rickjard y Van Basten, poderosa y vanguardista. Barcelona a Johan Cruyff, caprichosa, rebelde y genial.
Así era Nápoles, inmensamente “maradoniana” con todas sus virtudes y defectos. Enigmática, mística, pasional, explosiva, mágica y humilde.

La memoria tiene olfato y en julio huele a humedad. Diecinueve años después; no solo lo recuerdo. También puedo olerlo. Tomado de la mano de mi padre, caminaba por un túnel húmedo y oscuro. Entre aquellas paredes grises de concreto, alcanzaba a colarse por el fondo un feroz rugido que cimbraba los cimientos del estadio. Parecía la voz de un fantasma indómito y gigantesco que clamaba en pena, exigiendo que aquel hombre le entregara su alma para siempre: Dieeegggooo¡¡¡ Dieeegggooo¡¡¡

No podía ver nada, librando charcos de agua formados por incansables goteras silenciosas. Hijas de las torrenciales lluvias que caían pertinaces todas las tardes en aquel verano del ’86. Escurriendo por los techos enmohecidos del Azteca.

Oye como gritan, quieren verlo, –decía mi padre-.
Seguimos caminando, el estruendo era cada vez más fuerte Dieeeeeeeeeegooooooooo¡¡¡
Dieeeeeeeeeeeegooooooooo¡¡¡ algo iba a suceder en aquel lugar de un momento a otro.
Al final del largo túnel, una luz cálida de atardecer nublado asomaba tímida por una puerta, severamente custodiada por dos robustos guardias y un perro. Mi padre se detuvo unos metros antes. Se recargó a un costado, cuidó no mojarse, me miró y me dijo: -falta poco; pon mucha atención-.

Todos mis sentidos estaban amarrados al final del camino de donde provenían las voces.
Nunca unas bisagras oxidadas habían rechinado tan dulcemente. La puerta color metal se abrió despacio. El perro ladró feroz. Mi padre apretó muy fuerte la mano. El perro calló. Como si olfateara la investidura de aquel personaje. Y entonces apareció ante mis ojos la pequeña silueta de un hombre que llevaba un balón bajo el brazo.
Asintió con la cabeza a uno de los guardias que terminó de abrirle la puerta. Se agachó y amarró sus agujetas mientras el balón permanecía quieto a su lado. Se incorporó. Le dio un pequeño toque y el balón empezó a seguirlo hasta un pequeño altar con una Virgen.
El chasquido de los tacos de sus botas en el suelo de concreto era mágico. Se escuchaba el eco de una gotera que hacía más grande uno de los charcos, iba solo, completamente solo. Tomó el balón entre sus manos, se persignó, cerró los ojos y dio media vuelta.

Para entonces solo aquella Virgen sabía lo que iba a suceder horas mas tarde. Era como si Maradona le hubiera pedido permiso para volverse inmortal. Al mismo tiempo que pedía perdón por lo que había hecho con los ingleses.

El ritual había terminado. Maradona regresó caminando junto al balón que le seguía fielmente. Llegó hasta la puerta del vestuario donde le aguardaban 10 afanosos lugartenientes vestidos a rayas celestes y blancas. Era la Selección Argentina de Fútbol, lista para escoltarle hasta el umbral de aquel túnel. Al cruzarlo, Diego Armando Maradona dejaría la tierra para siempre. Se volvería patrimonio de nuestra memoria y por lo tanto, inmortal.

Al pasar junto a nosotros que presenciamos inmóviles la historia, guiñó el ojo derecho. De manera cómplice y sugestiva, queriendo agradecer nuestro respeto. Fue la única vez que vi a Maradona en persona. Y siempre pensé que sería la última. Pero los aeropuertos guardan extrañas coincidencias y en la espera de una sala volví a encontrarlo. Tan Maradona como siempre. Tan humano e imperfecto como cualquiera. Tan inolvidable. Tan inmortal. Me acerqué hasta donde pude, quería preguntarle y platicarle tanto. Inofensivo e insignificante solo alcancé a decirle “gracias”. Guiñó el ojo derecho, cómo si su vida volviera a empezar.
Diecinueve años después, entiendo el significado de aquella tarde en el túnel húmedo y oscuro del Azteca. El fútbol suele ser un buen refugio, sobre todo para los milagros.

El fantasma de Maracaná.


Puede usted creerme o no. Pero los estadios están llenos de fantasmas, me consta. Detrás de sus muros y entre sus túneles, se esconden leyendas de futbolistas y aficionados. Que en aquellos rincones encontraron muerte o alegría. Al morir y con el alma en pena; algunos regresan al lugar en vida donde fueron más felices. Pero los otros, están condenados a vivir ahí para siempre; justo en el rincón de su desgracia.
La historia que vamos a relatar es auténtica, poco tiene de ficción y mucho de nostalgia. Porque finalmente los espíritus son eso, melancolía ambulatoria. Algo había escuchado, pero no tenía certeza del hecho, ni tampoco quería averiguarlo. Resultaba escalofriante incluso imaginarlo.
Hace año y medio durante alguna larga espera de aeropuerto, me animé a preguntarle a un periodista brasileño si "La Leyenda de Barbosa" era cierta o solo mera superstición. Con los ojos desorbitados y el semblante desencajado, el periodista asumió absoluto anonimato y me hizo prometerle que jamás revelaría su nombre por razones de seguridad.
La Confederación Brasileña de Fútbol prohibió en forma rotunda, difundir, investigar o relatar, cualquier cosa que tuviera que ver con el fantasma que habita en el Maracaná. Incluso existió el inexplicable rumor, de un grupo de reporteros que entraron al túnel de jardinería del monstruoso estadio y jamás salieron.
Durante casi 3 horas de relato el periodista me confesaba nervioso, que directivos de la Confederación Brasileña escondían entre su archivo muerto, el video confiscado de un aficionado que logró captar la figura del fantasma de Maracaná, cuando jaloneaba la camiseta de un delantero uruguayo que enfilaba solo rumbo al marco de Brasil durante un partido eliminatorio del Mundial. Enzo Francescoli también uruguayo, declaró una tarde al salir de los vestuarios del estadio, que pasaban cosas muy raras en Maracaná cada vez que los charrúas visitaban el santuario: en el medio campo corre un viento frío y las luces del vestuario se apagan solas. Los jugadores de la celeste caen al suelo sin que nadie los toque. El balón desvía su trayectoria increíblemente en los tiros libres y en la banca se oyen gritos. Los uruguayos juran que el Maracaná está encantado. La última vez que Uruguay venció a Brasil en aquel lugar, fue hace más de cincuenta años, el día del "Maracanazo", la tragedia más grande en la historia del fútbol brasileño.

Sucedió una tarde de julio en 1950. Brasil virtual campeón de su propio campeonato, salió al campo con la Copa Jules Rimet bajo el brazo. Tan solo un empate frente a Uruguay, bastaba al antiguo "Scratch du’oro" para ganar su primer título mundial. El estadio más grande del mundo se apoderó de las almas y gargantas de casi doscientas mil personas en sus tribunas para ver la final de la Copa del Mundo del ‘50. El gigante brasileño rugía tan fuerte, que su voz podía escucharse hasta Montevideo. La Selección Uruguaya de fútbol arrinconada en su vestidor, debatía minutos antes del partido la decisión de salir al campo a jugar la final o entregar el partido a Brasil por default.

Pero Obdulio Varela, capitán y antiguo cacique de garra junto con los delanteros Gighia, Schiaffino y el portero Roque Máspoli sacaron a sus compañeros de la oscuridad y la humedad del túnel poniente encaminándolos al campo santo brasileño. El partido arrancó con Brasil cantando y bailando sobre el área rival. Milagrosamente antes de la primera hora de juego, apenas Friaca había marcado el uno a cero. Pero la verdad es que debieron ser por lo menos cuatro. Aquel estadio era la bestia más grande que el mundo del fútbol haya conocido jamás, imposible salir vivo de ahí. La humedad nublaba la vista, el ruido no dejaba escuchar nada, sus ojos perseguían la pelota por todo el campo y su medio millón de manos acariciaban un título que jamás les perteneció.
Con Brasil metido en la portería brasileña, Obdulio el negro jefe destruyo una pelota que cayó en los pies veloces de Schiaffino y ante el monstruo de doscientas mil cabezas empató el partido al minuto ‘66. A partir de ese momento el terror se apoderó de Río. La gente enmudeció, Maracaná empezaba a convertirse en el velorio más grande del mundo. La tragedia se consumó a once minutos del final con la Jules Rimet vestida de verde y amarillo. Schiaffino escapó por el centro y soltó la pelota para Alcides Gighia que iba empeñando almas por la banda derecha. Gighia entró al área y miró fijamente a los ojos de Barbosa. El portero brasileño que vestía un sueter de estambre negro, levantó las manos intimidando al extremo uruguayo y achicó el ángulo a primer palo. En ese momento Gighia, que era el hombre más solitario del campo debía decidirse entre centrar la pelota o definir con fuerza entre el poste y el portero.
Barbosa, Jules Rimet y doscientas mil personas, sabían que Alcides no tendría opción. Tiraría el centro para Schiaffino que estaba marcado por 3 brasileños, de otra forma sería imposible marcar. Pero Barbosa el portero de Brasil en el ’50, dio un paso al frente para cortar el supuesto centro antes de tiempo y dejó abierto el primer palo. En menos de un segundo la pelota ya estaba entre las redes matando a Barbosa y asesinando al Maracaná completo. Uruguy ganó la Final de la Copa del Mundo de 1950 dos goles por uno en el corazón de Brasil.
Al terminar el partido los brasileños escaparon por las puertas del estadio disfrazados de mujeres y de civiles. Mientras Uruguay se llevó el trofeo a Montevideo envuelto en papel periódico. Barbosa se quedó sentado en la portería norte del Maracaná, abrazando entre lágrimas el primer palo. Nunca volvió a salir del estadio, incluso llegó a encarar juicios penales por traición a la patria y fue declarada persona nongrata por la afición brasileña. Jamás se casó, fue abandonado por su novia y condenado por la sociedad a vivir en la ignominia y la soledad absoluta.

Pasó el tiempo y la Confederación Brasileña apiadándose de su pobreza, le ofreció el puesto de guardacampo en Maracaná. Durante años el viejo portero vivió en una covacha arrumbada tras el túnel de jardinería del estadio. Por las noches salía de su oscuridad y recreaba la jugada de Gighia, lamentándose del momento en que dejo descubierto el marco. Se cubría de la lluvia y el frío con el antiguo sueter de estambre negro, que uso aquella tarde del 16 de julio del ’50. Y casi siempre, amanecía abrazado al primer palo de la portería norte del estadio. La última vez que le vieron fue durante la eliminatoria para el Mundial de Italia 90. Sentado tras la portería norte de Brasil, rescató un balón del túnel en pleno partido y lo regresó al campo. Taffarel portero brasileño, suplicó al árbitro central que no reanudara el juego con el mismo balón, temiendo que después de tocarlo Barbosa, también estuviera maldito.
Paulo Barbosa murió años más tarde. Pocos saben cómo y donde. Pero la leyenda dice que encontraron el sueter de estambre negro, amarrado al primer palo de la portería norte del Maracaná y el cuerpo jamás fue descubierto. Desde entonces en aquel estadio, pasan cosas raras como un balón que se detiene en el aire y no cruza la línea de meta o un árbitro que sintió como le arrancaban el silbato de la boca antes de pitar un penal en contra de Brasil. La Confederación Brasileña de fútbol no olvida el día en que se apagaron misteriosamente las luces del estadio al minuto ‘89 de un clásico Flamenco vs Fluminense y desaparecieron las redes de ambas porterías. Ricardo Texeira presidente de la CBF presentó una propuesta para demoler el estadio y construir uno nuevo, pero días después el césped del estadio sobre la portería norte empezó a secarse, debido a una extraña plaga que hasta el momento no se ha podido detener.
Nadie se atreve a entrar al túnel poniente donde dicen, sigue habitando Barbosa portero del Maracanazo. Sus puertas han sido tapiadas con ladrillo y por las noches, se escuchan las cadenas de su celda arrastrando por las tribunas. Puede usted creer en esta historia o simplemente dejarla pasar como una anécdota más del día de muertos. Pero los brasileños pueblo fanático y devoto religioso, piensan que la leyenda de Barbosa es cierta y que su espíritu existe en el Maracaná, formando parte de la magia y misticismo del fútbol en Brasil

Harry Focker.


Nuestra fugaz aventura europea, terminará en el aeropuerto londinense de Heathrow, mientras viajamos en tren desde Liverpool, les compartimos la siguiente historia...
El viejo Anfield Road se quedó solo. El chubasco inundó por enésima vez la cancha durante la semana y la pasión fue escurriendo por las alcantarillas del estadio. Liverpool y Manchester acaban de jugar el clásico de la Liga Premiere Inglesa hace cuarenta minutos. Jamás perdieron la cabeza, ventaja competitiva del futbolista británico que depende de su instinto como ninguno.
La conclusión fue un neuronal empate a cero. Resultado imposible de lograr por la combinación de colores, historias, escudos y vocaciones. Al termino del juego y sin importarle la muchedumbre apilada en las banquetas optó por hacer efectiva su primera licencia durante la temporada. El entrenador solo les concede 24 horas para volver a reportarse, así que aprovechó su paso por casa. Salió del estadio sin bañarse, en su propio jugo, con la camiseta de juego del Manchester United bajo la sucia chamarra de mezclilla. Generalmente lo hace, se subió a la motocicleta negra y escapó rumbo al puerto donde vive su novia y los amigos de la infancia que termino hace apenas cinco minutos.

Fisicamente tiene diecinueve años, mentalmente los psicólogos del Manchester opinan que oscila entre los diez y los catorce. Por lo que han recomendado al técnico Sir Alex Fergusson una terapia diferente a la del resto del plantel para encaminarlo positivamente. Las fábricas tacharon su lomo. Hijo de cargador, hermano de herrero, primo de un barman y vecino de costaleros, creció entre oriundos del barrio bravo de Croxteth. El sonido del timbre que anunciaba el cambio de turno y el crujir de los hornos en las fundidoras de acero, marcaban los horarios de sus días. La asistencia al colegio dependía de la cantidad de cervezas que su padre había bebido la noche anterior. A los nueve años apenas sabía leer, pero su léxico ya era capaz de sorprender a los mayores. Con dichas credenciales sólo el fútbol podía acercarlo a Buckingham Palace donde pernoctan los no menos educados Windsor. De los cuales reniega conjugando asombrosamente el verbo ¨fuck¨en sentido figurado y primera persona. La única Elizabeth reconocida por herencia carnal en su entorno familiar, trabajaba como reina del ¨Barba Negra¨, un club de alterne en el casco antiguo de Liverpool. Y donde se habían educado casi todos los varones de su familia.

El futuro de un niño inglés criado bajo el amparo de las tribus trabajadoras y los clanes obreros del puerto, no ofrece muchas opciones para destacar profesionalmente en la flemática isla. La autenticidad de su género es exclusiva de cierta clase de ingleses. Aquellos que la realeza confunde con irlandeses y escoceses, sometiéndolos a formar parte de la inexacta fórmula económica que manifiesta el imperialismo desde la Abadaía de Westminster. Donde queda demostrado que no todos son imperialistas, salvadores de la reina, ni Lords. Escondiendo detrás de los astilleros, la miseria de las grandes potencias y a los bisnietos de la Revolución Industrial.

A los 10 años, cuando ya era un digno representante de sus tradiciones ancestrales, Wayne Rooney veía desde la televisión del bar a su hoy amigo y consejero Paul Gascoigne. A quien admiraba más por sus malos hábitos, que por ser la figura del fútbol inglés en la década de los noventa. Así que su verdadera afición, no radica como la mayoría de los niños en la admiración por el héroe de las canchas y los comerciales de Pepsi o Adidas. El caso de Rooney es todo lo contrario, la figura de Gascoigne le seducía, por ser un famoso ejemplo de lo que no es bien visto. Un futbolista aguerrido y malcriado y tan bueno como malo. Con la increíble capacidad para ser la figura del partido por el día y de una pelea callejera por la noche.

Cuando cumplió 17 años, se convirtió en el anotador más joven de la historia del fútbol inglés. Lo hizo con el humilde Everton, ensuciando el prestigio del rancio Arsenal al marcarle su primer gol como profesional. Así empezó a construir una de las carreras mas vertiginosas de Inglaterra en los últimos tiempos. Al poco tiempo fue seleccionado inglés, en donde a cambio de la titularidad absoluta, tuvo que aprender a cantar el himno inglés sin masticar un chicle y hacer reverencia frente al palco real sin enseñarle el trasero al duque de York. Dos años mas tarde, la bola de pelos, dientes y músculos en la que se había convertido el pequeño monstruo, fue tasada en sesenta millones de euros. Cifra que pagó el Manchester United por el feroz jugador.

Encabeza las portadas de todos los tabloides británicos durante el fin de semana. Lleva 3 días sin dormir y acude a las concentraciones de la Selección oliendo a cerveza negra de raíz. La última discusión que tuvo con Sir David Beckham en la selección, se debió a que en su maleta cargaba un fotomontaje porno de las Spice Girls, mismo con el que Rooney pretendía ilustrar las paredes de la habitación del capitán esposo de Victoria Adams.

No anuncia nada porque aún no hay marca dispuesta a asociar una campaña con la suya. Gatorade lo intentó pero durante la filmación del comercial, Rooney reconoció que la única bebida hidratante que su cuerpo necesitaba era un Whisky. Vodafone la compañia de celulares mas grande de Europa le ofreció un contrato millonario, pero se negó a firmarlo alegando que el teléfono de su hermano había sido cancelado tres meses antes por falta de pago. Hugo Boss logró un acercamiento pero no se rasura, no se baña y no se cambia de ropa. Aunque hay una clausula que se lo prohibe, prefiere la moto que el Bentley y el Aston Martin polarizado.
Es la antítesis de la experiencia metrosexual en el fútbol y fundador de su propia tendencia: la retrosexual. No se mira diez veces al espejo antes de salir al campo. No estudia sus poses frente a la cámara de televisión. No se depila las piernas. No se viste a la moda. No salta al campo recién peinado y perfumado. Prefiere perseguir mujeres en lugar de ser perseguido por ellas. No le preocupa ser feo y disfruta que se lo recuerden. Por eso, antes de iniciar el juego ha sido capaz eructar y sacarse un moco en televisión nacional. Le preocupa muy poco lo que digan los asesroes de imagen, tiene sus propias reglas en las que no existen los promotores faranduleros ni el jet set.
Hace poco le detectaron una miopía por lo que utiliza gafas para mirar de cerca. Cuando los publicistas del Manchester confiaban en que los inocentes lentes estilo Harry Potter ayudarían a cambiar su imagen de niño maleducado, Rooney echó abajo toda la estrategia, como la versión triple ¨X¨ del joven hechicero autonombrandose Harry Focker.

Es el ídolo de los feos, el príncipe de los barrios, el galán de la banqueta y el goleador más temible del Reino Unido. Un fenómeno capaz de revalorizar la imágen del propio David Beckham. El antídoto para el niño bonito y el virus de la publicidad emotiva. La mercadotecnia se ha encargado de sacarle provecho a su papel de antagonista, encontrando en su cara sucia, al mejor rival que el súper héroe de las revistas de moda y el corazón puedan tener en la Gran Bretaña. Wayne Rooney es la nueva moda del fútbol inglés.
Un prospecto de villano dentro de los límites del propio juego. Una dosis del pirata mal encarado que los británicos buscaban. Hartos de la cara bonita, de la combinación perfecta y del futbolista ideal, el nicho de mercado al que impacta su mensaje es mucho más grande que el de cualquiera. Porque siempre habremos mas feos que guapos y menos héroes de ciencia ficción que súper héroes de la calle, con los que podamos identificarnos más. Wayne Rooney está destrozando las teorías de consumo que venden al fútbol como un producto aspiracional, convirtiendo a la realidad en su propio paradigma.
Práctico y verdadero. Algunos directivos y entrenadores pretenden modificar las costumbres de Wayne Rooney, sería un grave error de estrategia. Al modificarle su estilo de vida, estarían aniquilando también su forma de entender el juego. Porque al fútbol se juega como se vive y Wayne Rooney está llamado a ser una de las grandes figuras de Alemania 2006 y no precisamente por su linda cara. Tan solo es más auténtico para vivir y jugar.