
Las vidas de los “cracks” del pasado, el presente y el futuro, coinciden en el tiempo y el espacio de una dimensión desconocida para el mundo del fútbol. La historia comienza en el Océano Atlántico. Es 1938, el buque de nombre “Covadonga” cruza el Ecuador. Abordo, una familia de refugiados vascos carga en su equipaje el olvido de su tierra.
Isidro el menor de los Belausteguigoitia, juega con una pelota de trapo en la cubierta de tercera clase. Tiene apenas siete años y ya maravilla con su juego al capitán y la tripulación, que por cada gol anotado en babor, le regala una hogaza de pan dulce. Manjar muy cotizado para una travesía trasatlántica de casi un mes. El navío atracó en La Habana y la familia se arraigó en el Caribe. Pero el destino gambeteó nuevamente a Isidro obligándole a embarcar su vida rumbo al Puerto de Veracruz. Por las mañanas, el joven vasco apilaba costales y ladrillos. Por las tardes jugaba al fútbol en el patio trasero de los muelles.
A solo unas calles de allí en Los Portales de la ciudad; el “crack” mexicano de la época solía festejar sus hazañas con Los Tiburones Rojos de Veracruz. La fuerza y precisión de su patada sorprendieron una tarde al “Pirata” Fuente, quien recomendó al muchacho con Alfredo Cassola. Empresario italiano que buscaba jugadores en América para integrar una selección de oriundos y enfrentarla por dinero a los mejores clubes del continente. Isidro jugó para el equipo de Cassola en una gira de verano por el sur del hemisferio. Le hizo tres goles a San Lorenzo y dos a Peñarol, la misma tarde que un central paraguayo liquidó la rodilla y la carrera futbolística del inmigrante vasco.
Isidro Belausteguigoita fue olvidado por el empresario italiano en el viejo Montevideo. Terminó ganándose la vida detrás de la barra de un bar. A los veintiséis años, se casó con Paula Ferreira. Una brasileña que se enamoró del delantero, quien jugaba para un equipo amateur de la Liga Municipal del Centro de Montevideo. En su última tarde como jugador dio el mejor partido de su vida. Marcó 5 goles y salió a hombros del bravo potrero. Pegándole a la pelota con la rabia de su vida y gambeteando rivales con la tristeza de su historia. Isidro nunca lo supo… pero su personalidad en la cancha y su verdad con el balón, marcaron aquel día la vida de un niño que le miraba aferrando sus manos con ternura a la alambrada de la cancha.
El nombre del pequeño era Fernando Morena, que con el tiempo jugó en Peñarol de Ururguay, Valencia y Valladolid de España. Y con la imagen de Isidro en la memoria de su corazón; Fernando Morena se convirtió en uno de los mejores delanteros de la Garra Charrua. Veloz, habilidoso y goleador poderoso, regresó en el ocaso de su carrera para jugar con Peñarol. Morena entonces no lo sabía… pero su carrera como jugador marcaría la vida y la carrera de un niño que le miraba aferrando sus manos con ternura a la alambrada de la cancha donde entrenaban Fernando Morena y el Peñarol.
El Nombre del pequeño era Enzo Francescoli, que con el tiempo jugó en el Wanders. Fue comprado por el River Plate que en 1986 lo vendió en 6.5 millones de dólares al Racing de Paris. Equipo del magnate francés Gerarard Lagardere. El dueño de la empresa de tecnología “Matra” y una de las fortunas más grandes de Francia, se negó a vender a Francescoli al millonario italiano Agnelli, quien moría por ver jugar al uruguayo con su equipo: la Juventus de Turín. El Racing de Paris era un caos. Pero a Lagardere, dueño y presidente no le molestaba. Porque lo único que el caprichoso multimillonario deseaba; era sentarse en su palco de lujo solo para ver jugar e Enzo Francescoli los domingos por la tarde. En 1988 el coraje y la tristeza de Francescoli obligaron al Racing de Paris a cederlo al Olympique de Marsella. Años después Francescoli regresó a River Plate, donde su leyenda alcanzó niveles de mito. Logrando que la mitad de los argentinos, le cantaran desde la grada ¡Uruguayooo! , ¡Uruguayooo!, como el mejor homenaje a la hermana República Oriental. Fue electo “Principe” y el mejor jugador en la historia del Uruguay.
El nombre del pequeño era Fernando Morena, que con el tiempo jugó en Peñarol de Ururguay, Valencia y Valladolid de España. Y con la imagen de Isidro en la memoria de su corazón; Fernando Morena se convirtió en uno de los mejores delanteros de la Garra Charrua. Veloz, habilidoso y goleador poderoso, regresó en el ocaso de su carrera para jugar con Peñarol. Morena entonces no lo sabía… pero su carrera como jugador marcaría la vida y la carrera de un niño que le miraba aferrando sus manos con ternura a la alambrada de la cancha donde entrenaban Fernando Morena y el Peñarol.
El Nombre del pequeño era Enzo Francescoli, que con el tiempo jugó en el Wanders. Fue comprado por el River Plate que en 1986 lo vendió en 6.5 millones de dólares al Racing de Paris. Equipo del magnate francés Gerarard Lagardere. El dueño de la empresa de tecnología “Matra” y una de las fortunas más grandes de Francia, se negó a vender a Francescoli al millonario italiano Agnelli, quien moría por ver jugar al uruguayo con su equipo: la Juventus de Turín. El Racing de Paris era un caos. Pero a Lagardere, dueño y presidente no le molestaba. Porque lo único que el caprichoso multimillonario deseaba; era sentarse en su palco de lujo solo para ver jugar e Enzo Francescoli los domingos por la tarde. En 1988 el coraje y la tristeza de Francescoli obligaron al Racing de Paris a cederlo al Olympique de Marsella. Años después Francescoli regresó a River Plate, donde su leyenda alcanzó niveles de mito. Logrando que la mitad de los argentinos, le cantaran desde la grada ¡Uruguayooo! , ¡Uruguayooo!, como el mejor homenaje a la hermana República Oriental. Fue electo “Principe” y el mejor jugador en la historia del Uruguay.
Durante aquellas tardes marsellesas, Enzo Francesoli entonces no lo sabía… pero su estampa perfecta en la cancha y su nobleza en la vida, impactarían para siempre los ojos y el corazón de un niño que le miraba aferrando sus manos con ternura a la alambrada de la cancha donde entrenaba el Olympique. El pequeño lo adopto como ídolo y acuño en sus músculos y huesos, toda la clase que aprendió mirando al uruguayo.
El nombre de aquel niño francés hijo de un inmigrante argelí es Zinedine Zidane. Sigue jugando y su trayectoria como jugador la conocemos todos. Tan grande fue la trascendencia de Francescoli en su vida, que bautizó con el nombre de Enzo a su primer hijo. Como humilde homenaje de un gigante para otro. Zidane continúa siendo el mejor futbolista del mundo. Aún vive y juega como tal. Pero hace unas semanas durante una sesión de entrenamiento; un niño le miraba aferrando sus manos con ternura a la alambrada de la cancha del Real Madrid. Zidane aún no lo sabe…. Quizá jamás lo sabrá. Pero el nombre de ese niño que le admira por las tardes es: Paulinho Lima Ferreira. Nieto de un inmigrante vasco que a los siete años, maravillaba al capitán y la tripulación de un barco cargado de refugiados españoles. Mientras pateaba un balón de trapo sobre la cubierta tercera clase.
En plenas eliminatorias; cuando el planeta está jugando al fútbol, el fútbol enlaza con su magia “cadenas de ilusiones” como ésta. Sin distinguir el lugar, ni la nacionalidad, ni la condición social. Recordándonos que su verdadera grandeza, está en los ojos de un niño que mira aferrando sus manos con ternura a la alambrada de una cancha en donde hoy juegan y entrenan sus ídolos de verdad.
Las eliminatorias para la Copa del Mundo hacen que la tierra parezca un gran balón. Los “paralelos” están pegados a la banda, las “latitudes” se vuelven área chica y los “meridianos” son el medio campo de un planeta, cuya Geografía y huso horario las marca el grito de un gol. En Europa, Asia, América, Africa y Oceanía; los Estadios Nacionales son durante un par de horas, capitales de sus países y desde los lugares más extraños de la tierra, siempre nos llega la imagen del hombre corriendo detrás de la pelota. En la víspera mundialista, el fútbol ejerce como un Organismo Internacional. Cuyo orden y legalidad ofrece a los pobres la oportunidad de vencer a los ricos. A los grandes de aprender de los chicos. Y a los olvidados como Isidro Belausteguigoitia; la posibilidad de existir.
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