jueves, 2 de agosto de 2007

Pague por soñar.


Semana mayor en pleno verano. Martes de guardar y jueves de reconciliar.
Buenos Aires y Hannover, encomienda para Chivas y plegaria por la Selección.
Veintidós futbolistas en coyuntura inmejorable para que México gane dos veces en solo tres días. Separados por la distancia pero adheridos a la misma religión, los fanáticos aguardamos impacientes la fecha y hora de cada partido.
La señal viaja miles de kilómetros y nos atrapa en el salón de la casa. Donde el sillón se volvía platea y la televisión nuestro estadio particular.
La evolución mediática se apoderó del fútbol y lo convirtió en millonario. Blindada por el pago de derechos. Subastada en dólares y euros; nuestra afición es adquirida por el desarrollo. La compra-venta nos permite acercarnos a la cancha como nunca para ver el partido desde ángulos inimaginables. Mirar un partido por televisión se ha vuelto un ejercicio íntimo entre fanático y jugador. Siendo los vestidores el único rincón del campo al que aún no tenemos acceso desde nuestro control remoto.

Pero el costo-oportunidad ha sido muy alto. Tanto acercamiento ha marcado una distancia considerable entre el origen del fútbol y su futuro inmediato. El aficionado cada vez está más lejos del balón y los colores de sus amores. Esta semana, millones de mexicanos devotos de la Selección y del Guadalajara no podrán gritar en vivo los goles de su equipo. Alterando así el silencio de su vecindad, el sistema nervioso de su barrio o el corazón de su colonia.

Los hombres licitaron la pasión, sometiéndola al “Pago por evento”.
Como en todos los órdenes de la vida el progreso también aniquila, cuando perdemos la memoria. ¿Todo tiempo pasado fue mejor?... es un juicio que depende de nuestros recuerdos.

En operación geográfica y comercial, se inventó la Copa Confederaciones como breve ensayo de Mundial. Pero había una vez, un espectacular campeonato que algunas generaciones guardamos con mucho cariño en los expedientes secretos de nuestra afición. Trápaga quien lo cubrió, me corregirá. Uruguay fue la sede de un “Mundialito” al que asistían con toda su solera los campeones del mundo. La Celeste recibió a Brasil, Argentina, Italia, Alemania y Holanda que suplía con dos subcampeonatos mundiales a la Inglaterra campeona del ´66. Quien declinó la exclusiva invitación, mitad por inglesa y mitad por Las Malvinas.

Era diciembre de 1980, faltaba año y medio para el Mundial de España. Las vacaciones de invierno eran más cálidas en Veracruz que en el D.F. y hasta allá íbamos seis horas por carretera dirección Xalapa y Perote a pasar fin de año con los abuelos por parte de mamá. La Fragua #450. Col Centro; era una casa que hoy debe cumplir 125 años si la polilla se lo permite. Por las mañanas; la pandilla de primos y amigos jugábamos al fútbol en la playa de Mocambo. Sintiéndonos Fillol, Tardelli, Sócrates, Rumenigge o Bruno Conti. Y al atardecer del Golfo, volvíamos a casa con la ilusión de ver en televisión a nuestros héroes jugando el “Mundialito” y devorar 50 sándwiches con 6 litros de Choco-Milk.

Para mí a los seis años, la fantasía era mayor. Porque además de todo escuchaba los goles narrados por papá. Que se fue muy lejos justo en Navidad.
Un septuagenario aparato adornaba la sala roja. Ubicada en medio de una selva tropical a la que mi abuela llamaba “jardín”. El televisor era un “Philco” de bulbos que tenía mas pinta de mueble que de televisión y el recinto un ecosistema tropical en donde los mosquitos eran tan grandes que entraban por las ventanas ladrando.

La operación mediática que sufríamos todas las tardes para poder ver los juegos, fue una ciencia digna del ingeniero más experimentado en telecomunicaciones.
Las transmisiones nos llegaban en blanco y negro. Por lo que años después me enteré del porque a la Selección Italiana le decían “Azurri”. Hasta entonces yo la había visto siempre con uniforme gris oxford.

Mi primo Pepe (el mayor) ejercía de satélite. Estoico y valiente, permanecía los noventa minutos sacrificando su afición en la azotea. Deteniendo la antena que vapuleaban las ráfagas del viento norte que en invierno azotan al puerto. Desde el salón, el resto gritábamos: ¡¡derecha, derecha!!… ¡¡izquierda, izquierda!! Y así ajustábamos la señal que se originaba en el Centenario de Montevideo. Cuando gritamos el gol de Júnior a Scumacher, o el de Maradona a Carlos; el pobre de mi primo Pepe estiró el cuello por la escalera para ver la repetición y entonces nos la perdimos. Uruguay salió campeón invicto con Victorino de goleador. Alemania terminó último lugar y los italianos enfilaron rumbo al título en España ‘82, quitándose a Brasil y a Zico de encima. En ese viejo televisor, muchos de nosotros descubrimos nuestra verdadera afición por este deporte y la vocación por la comunicación.

Veinticinco años después, llegó el progreso y nos arrebató el recuerdo.
El Philco de bulbos en blanco y negro es una pieza de “Art Nouveau”. Mi primo Pepe juega con su hijo Alvaro, que desde los cinco años da órdenes al Ronaldo y al Zidane que tiene encerrados en una caja a la que llama “Play Station”. Y yo. Y usted. Como muchos mexicanos, aguardamos con tristeza, resignación y algo de nostalgia, el día en que los responsables recuerden que lo más grande que tiene este deporte es la nobleza de su afición. La pasión se ha licitado, el sueño fue subastado y el fútbol empeñado. Volviendo de plástico al antiguo y humilde balón de cuero.
Quizá en economías desarrolladas como las europeas, entendamos al pago por evento como un recurso alternativo de los clubes y las ligas.
Pero en América Latina, el fútbol sigue siendo patrimonio de los pueblos.
Esos pueblos en cuyas calles crecieron Ronaldinho, Crespo y Rafa Márquez.
Esos pueblos que invierten parte de su salario en apoyar un equipo durante largas temporadas, a cambio de tan poco.

Pagaría por un viejo televisor “Philco” de bulbos a blanco y negro. Pero en honor a uno de los mejores recuerdos de mi infancia, me niego a pagar por ver un partido de fútbol en la televisión de mi casa. Hay dos elementos que suelen crecer justo en el partido grande y durante el torneo importante: “Hoy la ambición le apagó la televisión a la afición”. A pesar de todo, aún queda nobleza para gritar con fuerza: ¡Que vivan las Chivas Rayadas del Guadalajara y que gane la Selección!.

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