Poco tiempo ha quedado para detenernos a observarlo. Pero así suceden los milagros, sin que nos demos cuenta. Los súper héroes tienen prohibido morir. En todo caso; cuando lo hacen, reencarnan en leyenda y cuento. Viviendo para siempre en los recuerdos que habitan en nosotros los mortales. La taquicardia se detuvo. La pasión entró en remanso y tenemos tiempo para buscar una buena historia. La de un súper héroe que estaba perdiendo su inmortalidad.
Como hace 19 años y por casualidad, estas fechas también han tenido mucho Maradona. Tanto como para recordarlo en vida, cuando todos creíamos que le acompañábamos silenciosos y lejanos a su muerte lenta. Explicar con palabras lo que nuestros ojos podían ver cuando jugaba, es tan complicado como entender su recuperación. Mucho Diez. Mucho Diego. Eso es lo que necesitamos todos para volver a creer que existe la magia, la fe y por lo tanto los milagros.
Antiguamente, para ser tiffosi del Napoli debían acreditarse dos requisitos: nacer a orillas del Tirreno o tener una abuela napolitana. Los que no cumplíamos con ninguno, ignorábamos donde quedaba Nápoles hasta que él llegó. Yo también me hice fanático del Napoli por Maradona.
Jamás una ciudad pequeña había perdido tan radicalmente el anonimato en la poderosa comunidad económica. Nápoles parecía ser el único rincón de Europa capaz de convivir con Maradona. La Barcelona caprichosamente mediterránea lo intentó con toda su estirpe pero falló. Con esa actitud tan catalana, demostró que en la misma ciudad convivían el genio de Gaudí, Picasso, Miró y Dalí. Pero no podía levantarse un monumento más grande que La Sagrada Familia, El Barrio Gótico o Las Ramblas, ni tan genial como Maradona. Diego no cupo en aquella metrópoli llena de cultura, erudición, instrucción, ilustración, sabiduría y perfección. Acostumbrada a ser el centro de todo por sí misma. Había que buscarle un lugar americanamente tercermundista en Europa y ponerlo en el mapa de inmediato. Para que Maradona lo volviera el centro de algo, en este caso el centro del fútbol. Casi nada.
Desde la visión histórica esto puede ser tomado como una aberración, pero desde la tribuna del aficionado significa una anecdótica conclusión. Las ciudades terminan pareciéndose a sus jugadores cuando se trata de figuras. Así se pareció Madrid a Di’Stéfano, siempre señorial y elegante. Milán a Gullit, Rickjard y Van Basten, poderosa y vanguardista. Barcelona a Johan Cruyff, caprichosa, rebelde y genial.
Así era Nápoles, inmensamente “maradoniana” con todas sus virtudes y defectos. Enigmática, mística, pasional, explosiva, mágica y humilde.
La memoria tiene olfato y en julio huele a humedad. Diecinueve años después; no solo lo recuerdo. También puedo olerlo. Tomado de la mano de mi padre, caminaba por un túnel húmedo y oscuro. Entre aquellas paredes grises de concreto, alcanzaba a colarse por el fondo un feroz rugido que cimbraba los cimientos del estadio. Parecía la voz de un fantasma indómito y gigantesco que clamaba en pena, exigiendo que aquel hombre le entregara su alma para siempre: Dieeegggooo¡¡¡ Dieeegggooo¡¡¡
No podía ver nada, librando charcos de agua formados por incansables goteras silenciosas. Hijas de las torrenciales lluvias que caían pertinaces todas las tardes en aquel verano del ’86. Escurriendo por los techos enmohecidos del Azteca.
Oye como gritan, quieren verlo, –decía mi padre-.
Seguimos caminando, el estruendo era cada vez más fuerte Dieeeeeeeeeegooooooooo¡¡¡
Dieeeeeeeeeeeegooooooooo¡¡¡ algo iba a suceder en aquel lugar de un momento a otro.
Al final del largo túnel, una luz cálida de atardecer nublado asomaba tímida por una puerta, severamente custodiada por dos robustos guardias y un perro. Mi padre se detuvo unos metros antes. Se recargó a un costado, cuidó no mojarse, me miró y me dijo: -falta poco; pon mucha atención-.
Todos mis sentidos estaban amarrados al final del camino de donde provenían las voces.
Nunca unas bisagras oxidadas habían rechinado tan dulcemente. La puerta color metal se abrió despacio. El perro ladró feroz. Mi padre apretó muy fuerte la mano. El perro calló. Como si olfateara la investidura de aquel personaje. Y entonces apareció ante mis ojos la pequeña silueta de un hombre que llevaba un balón bajo el brazo.
Asintió con la cabeza a uno de los guardias que terminó de abrirle la puerta. Se agachó y amarró sus agujetas mientras el balón permanecía quieto a su lado. Se incorporó. Le dio un pequeño toque y el balón empezó a seguirlo hasta un pequeño altar con una Virgen.
El chasquido de los tacos de sus botas en el suelo de concreto era mágico. Se escuchaba el eco de una gotera que hacía más grande uno de los charcos, iba solo, completamente solo. Tomó el balón entre sus manos, se persignó, cerró los ojos y dio media vuelta.
Para entonces solo aquella Virgen sabía lo que iba a suceder horas mas tarde. Era como si Maradona le hubiera pedido permiso para volverse inmortal. Al mismo tiempo que pedía perdón por lo que había hecho con los ingleses.
El ritual había terminado. Maradona regresó caminando junto al balón que le seguía fielmente. Llegó hasta la puerta del vestuario donde le aguardaban 10 afanosos lugartenientes vestidos a rayas celestes y blancas. Era la Selección Argentina de Fútbol, lista para escoltarle hasta el umbral de aquel túnel. Al cruzarlo, Diego Armando Maradona dejaría la tierra para siempre. Se volvería patrimonio de nuestra memoria y por lo tanto, inmortal.
Al pasar junto a nosotros que presenciamos inmóviles la historia, guiñó el ojo derecho. De manera cómplice y sugestiva, queriendo agradecer nuestro respeto. Fue la única vez que vi a Maradona en persona. Y siempre pensé que sería la última. Pero los aeropuertos guardan extrañas coincidencias y en la espera de una sala volví a encontrarlo. Tan Maradona como siempre. Tan humano e imperfecto como cualquiera. Tan inolvidable. Tan inmortal. Me acerqué hasta donde pude, quería preguntarle y platicarle tanto. Inofensivo e insignificante solo alcancé a decirle “gracias”. Guiñó el ojo derecho, cómo si su vida volviera a empezar.
Diecinueve años después, entiendo el significado de aquella tarde en el túnel húmedo y oscuro del Azteca. El fútbol suele ser un buen refugio, sobre todo para los milagros.
Como hace 19 años y por casualidad, estas fechas también han tenido mucho Maradona. Tanto como para recordarlo en vida, cuando todos creíamos que le acompañábamos silenciosos y lejanos a su muerte lenta. Explicar con palabras lo que nuestros ojos podían ver cuando jugaba, es tan complicado como entender su recuperación. Mucho Diez. Mucho Diego. Eso es lo que necesitamos todos para volver a creer que existe la magia, la fe y por lo tanto los milagros.
Antiguamente, para ser tiffosi del Napoli debían acreditarse dos requisitos: nacer a orillas del Tirreno o tener una abuela napolitana. Los que no cumplíamos con ninguno, ignorábamos donde quedaba Nápoles hasta que él llegó. Yo también me hice fanático del Napoli por Maradona.
Jamás una ciudad pequeña había perdido tan radicalmente el anonimato en la poderosa comunidad económica. Nápoles parecía ser el único rincón de Europa capaz de convivir con Maradona. La Barcelona caprichosamente mediterránea lo intentó con toda su estirpe pero falló. Con esa actitud tan catalana, demostró que en la misma ciudad convivían el genio de Gaudí, Picasso, Miró y Dalí. Pero no podía levantarse un monumento más grande que La Sagrada Familia, El Barrio Gótico o Las Ramblas, ni tan genial como Maradona. Diego no cupo en aquella metrópoli llena de cultura, erudición, instrucción, ilustración, sabiduría y perfección. Acostumbrada a ser el centro de todo por sí misma. Había que buscarle un lugar americanamente tercermundista en Europa y ponerlo en el mapa de inmediato. Para que Maradona lo volviera el centro de algo, en este caso el centro del fútbol. Casi nada.
Desde la visión histórica esto puede ser tomado como una aberración, pero desde la tribuna del aficionado significa una anecdótica conclusión. Las ciudades terminan pareciéndose a sus jugadores cuando se trata de figuras. Así se pareció Madrid a Di’Stéfano, siempre señorial y elegante. Milán a Gullit, Rickjard y Van Basten, poderosa y vanguardista. Barcelona a Johan Cruyff, caprichosa, rebelde y genial.
Así era Nápoles, inmensamente “maradoniana” con todas sus virtudes y defectos. Enigmática, mística, pasional, explosiva, mágica y humilde.
La memoria tiene olfato y en julio huele a humedad. Diecinueve años después; no solo lo recuerdo. También puedo olerlo. Tomado de la mano de mi padre, caminaba por un túnel húmedo y oscuro. Entre aquellas paredes grises de concreto, alcanzaba a colarse por el fondo un feroz rugido que cimbraba los cimientos del estadio. Parecía la voz de un fantasma indómito y gigantesco que clamaba en pena, exigiendo que aquel hombre le entregara su alma para siempre: Dieeegggooo¡¡¡ Dieeegggooo¡¡¡
No podía ver nada, librando charcos de agua formados por incansables goteras silenciosas. Hijas de las torrenciales lluvias que caían pertinaces todas las tardes en aquel verano del ’86. Escurriendo por los techos enmohecidos del Azteca.
Oye como gritan, quieren verlo, –decía mi padre-.
Seguimos caminando, el estruendo era cada vez más fuerte Dieeeeeeeeeegooooooooo¡¡¡
Dieeeeeeeeeeeegooooooooo¡¡¡ algo iba a suceder en aquel lugar de un momento a otro.
Al final del largo túnel, una luz cálida de atardecer nublado asomaba tímida por una puerta, severamente custodiada por dos robustos guardias y un perro. Mi padre se detuvo unos metros antes. Se recargó a un costado, cuidó no mojarse, me miró y me dijo: -falta poco; pon mucha atención-.
Todos mis sentidos estaban amarrados al final del camino de donde provenían las voces.
Nunca unas bisagras oxidadas habían rechinado tan dulcemente. La puerta color metal se abrió despacio. El perro ladró feroz. Mi padre apretó muy fuerte la mano. El perro calló. Como si olfateara la investidura de aquel personaje. Y entonces apareció ante mis ojos la pequeña silueta de un hombre que llevaba un balón bajo el brazo.
Asintió con la cabeza a uno de los guardias que terminó de abrirle la puerta. Se agachó y amarró sus agujetas mientras el balón permanecía quieto a su lado. Se incorporó. Le dio un pequeño toque y el balón empezó a seguirlo hasta un pequeño altar con una Virgen.
El chasquido de los tacos de sus botas en el suelo de concreto era mágico. Se escuchaba el eco de una gotera que hacía más grande uno de los charcos, iba solo, completamente solo. Tomó el balón entre sus manos, se persignó, cerró los ojos y dio media vuelta.
Para entonces solo aquella Virgen sabía lo que iba a suceder horas mas tarde. Era como si Maradona le hubiera pedido permiso para volverse inmortal. Al mismo tiempo que pedía perdón por lo que había hecho con los ingleses.
El ritual había terminado. Maradona regresó caminando junto al balón que le seguía fielmente. Llegó hasta la puerta del vestuario donde le aguardaban 10 afanosos lugartenientes vestidos a rayas celestes y blancas. Era la Selección Argentina de Fútbol, lista para escoltarle hasta el umbral de aquel túnel. Al cruzarlo, Diego Armando Maradona dejaría la tierra para siempre. Se volvería patrimonio de nuestra memoria y por lo tanto, inmortal.
Al pasar junto a nosotros que presenciamos inmóviles la historia, guiñó el ojo derecho. De manera cómplice y sugestiva, queriendo agradecer nuestro respeto. Fue la única vez que vi a Maradona en persona. Y siempre pensé que sería la última. Pero los aeropuertos guardan extrañas coincidencias y en la espera de una sala volví a encontrarlo. Tan Maradona como siempre. Tan humano e imperfecto como cualquiera. Tan inolvidable. Tan inmortal. Me acerqué hasta donde pude, quería preguntarle y platicarle tanto. Inofensivo e insignificante solo alcancé a decirle “gracias”. Guiñó el ojo derecho, cómo si su vida volviera a empezar.
Diecinueve años después, entiendo el significado de aquella tarde en el túnel húmedo y oscuro del Azteca. El fútbol suele ser un buen refugio, sobre todo para los milagros.
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