jueves, 2 de agosto de 2007

El campito de abajo.


Camino al aire los pulmones recuperan la ilusión. El viento huele a vida y sabe a hierba, es tan denso que casi se puede masticar con aromas de café y tabaco en etapa natural. Los sentidos cobran mayor valor cuando la vegetación nos envuelve con su infinita gama de verdes en maleza. La selva canta con tenor de agua y barítono de ave. La sinfonía aniquila cualquier reminiscencia de metrópoli y su pureza nos condena a ser corrientes visitantes y ciudadanos de cualquier otro lugar. Las sensaciones escurren vestidas de sudor, en temperaturas de 37 y 38 grados.

De vez en cuando un pequeño rincón azul y horizontal nos recuerda la cercanía del Golfo y el Papaloapan. La carretera se vuelve paseo. Somos navegantes de un rincón del planeta. Tripulantes de una nave que atraviesa la pequeña biosfera de los Tuxtlas, sobre la que descansan libres San Andrés y Santiago. Párrocos de su naturaleza y soberanos del lugar. La montaña es suave y jura guardar misterios. Sus secretos están escondidos tras fortalezas de madera y hoja. Los guardianes de la magia se volvieron piedra con los años, pero cobran vida cuando la cascada acaricia su figura y el espejo de agua salpica su realeza, dando lectura a la historia del lugar.

La imaginación viaja y engaña la mirada, que se atreve a ver un jaguar luchar feroz frente a un heroico Olmeca. Hijo de la tierra que es santa y madre. El barro es matriz de una cultura, que era hermana. Pero que los años ataviados de poder y acero la volvieron prima. El fuego la hizo vecina. El dinero ilustre desconocida. Y la maldita amnesia la condenó a ser historia. En forma de palma y tronco. En silueta de agua y roca. En notas de plumaje y canto natural. Extinta en cuerpo, pero presente en luz, aún existe. En su propio país con capital en su paisaje y constitución en su bondad.

Me interne en los Tuxtlas ensuciado por la vida mundana de las grandes capitales y alejado materialmente de este breve espacio. Busco incultamente un pretexto que me permita creer que estoy en México. Hipócritamente experimento un sentido de pertenencia que el pasaporte me autorizó. Es inútil sentirme parte de todo esto. Absorto por su grandeza me adelgaza mi propia insignificancia. Dentro su autenticidad selvática y moral, no soy nadie. Apenas soy algo, lacerado por mi lejanía chilanga y pagana. Parezco un virus que contamina aquella zona. La envidia por no haber nacido aquí, envenena. Solo me detiene la majestuosa caída de agua, cuya honestidad regala frescura en solución de gotas. Hidratando de pureza la cara, que las confunde por lágrimas. Hijas de mí ahora extraña nacionalidad.

La mentira económica me excluye de tanta riqueza verdadera. La soledad materialista me aturdió. Toco fondo al caer en esa depresión turística que tantas partes de México nos arranca, convertidos en extraños visitantes de nuestro país. No puedo más y desesperado me lanzo a descubrir una identidad.

Llegó en voz dulce y acento noble, señalando un lugar para comer. Hambriento de cultura y anémico de orgullo, acepto la invitación del pequeño hombre. Delgado como la vaina y tan moreno como su tierra. Pintado de sol, sometido por su esfuerzo y hambre. Calculé los 30 años de edad con las rayas que cruzaban los rasgos orientales de sus ojos. Le acompaño en su andar descalzo, que da lectura a sus leyendas acariciando con los pies a su madre en forma de tierra. Se llama Juan hijo de la familia Chagala que tiene 500 años siendo oriunda de San Miguelito. Población enraizada entre la mata y tapiada por la montaña. Se esfuerza por asomar su techumbre de humilde teja sobre las que se acomoda la humedad en sistema nebuloso.
Apenas la eterna calma de la niebla tropical permitió a México censarla. El camino se vuelve humano con la sonrisa inocente y plena de Juanito. Que nos va untando su orgullo con mezcla de lodo y hojarasca, guiándonos hasta su parcela de nube. Alejándonos cada vez más de nuestra vida, pero al mismo tiempo; acercándonos a ella.

Y entonces surgió de la selva, la visión más extraña que tuve durante la aventura. En detrimento de mi cultura y en orfandad de mi intelecto, lo encontré. El viento jaló un pedazo de tormenta sobre el valle de los sueños y apareció. La idea común. El horizonte cercano. El remedio para mi nulo compromiso con la zona y la salvación para mi triste mexicanidad. Estaba ante mis ojos. Justo en aquella aldea llena de pureza y altar de la naturaleza y el hombre. Sumergido entre llovizna y arropado por maleza y monte. Bañado por un río y salpicado por cascada; encontré el refugio para mi escasa identidad en aquel lugar. Apareció frente a nosotros lo que Juanito y sus vecinos llaman; “El Campito de Abajo”.

No sabía si reprochar el encanto o negar la vista. Era un pedazo de campo verde y santo capaz de acercarme a la región. Un reducto vulgar, pero integrador. Un resquicio único del que podía aferrarme para formar parte de su comunidad. Era un campito de fútbol, tierno y mágico. Al que le crecieron dos porterías de madera en cada extremo, pintaditas de blanco y que arropaban goles en una red de pescador.
Cuando más dudaba de ser mexicano, el fútbol me rescató. El vínculo era cutre, pero sano y amable. Dos equipos formados por vecinos, amigos y familiares siendo los mismos; empataron a tres goles. Brotaron camisetas falsas de Pumas, Chivas, América, Cruz Azul y Veracruz, en el partido de fútbol más puro y natural que cualquiera haya visto. Además de su estirpe única, Juanito encontraba alegría en este juego. Regalando al deporte un ejido de historia y magia, para coexistir desde su viejo mundo.

Maldito fútbol que me hiciste tan pobre en aquel lugar tan rico…
Pero a la vez bendito… Bendito por formar parte de la selva, la cultura, la cascada, la madera, la planta y la tierra.

Maldito fútbol por tener esa gran capacidad de identidad de la que yo carezco… Pero a la vez bendito… Bendito fútbol por ofrecerme esa forma tan estrecha y peculiar de comunicarme con Juan Chagala. Descendiente Olmeca, hijo de los Tuxtlas y nieto del jaguar. Con quien ahora comparto algo, aunque me hubiera gustado compartir mucho más que un simple juego.

El fútbol tiene un extraño sentido de pertenencia. No distingue lugares ni orígenes, ni personas. Un balón puede ser casi de cualquiera. Y un grito común, suele ser casi siempre; un grito de gol.

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