jueves, 2 de agosto de 2007

Gracias viejo.


El infartó lastimó su corazón en plena Nochebuena, secuestrando su bravura en el rincón de un hospital. Donde, entre sueños, dicen que hablaba un poco. Conectado a la máquina que le resuelve los minutos y nos detiene al mito en esta vida, rumiaba uno de mil recuerdos. Entre las palabras se le escapó un gol, frente a Sara, la mujer de toda la vida que sentada en el sofá de terapia intensiva, acaricia con su eterna compañía, la leyenda del hombre antes que la del jugador…

Era 1933 cuando el pibito de 7 años alineó su genio por primera vez en un equipo de fútbol llamado “Once y Venceremos”. Aquel día, el pequeño Alfredo marcó tres goles entre risas y lodo. Detrás de un árbol, escondido en el barrio de Barracas, el padre se acercó a mirarle de incógnito. Convencido de su permiso, con la boina calada y la nariz descarada, atinó a decir con ronca autoridad: “Mi hijo será el mejor jugador del mundo” Y esa fue la verdad…

Para quienes nunca le vimos jugar, la enorme figura del Alfredo Distefano habita en el respeto y la sabiduría de nuestros mayores en blanco y negro. Piedra angular de una intensa disputa generacional por elegir al mejor futbolista de la historia junto a Pelé y Maradona. Su existencia se volvió vínculo cariñoso entre nietos y abuelos. Fomentando la imaginación en quienes de acuerdo a nuestra época, nos acostumbramos cómodamente al jugador de Technicolor y control remoto.
Sin embargo, a Don Alfredo le he visto jugar más veces que a cualquiera, porque suelo pasar más tiempo soñando, que viendo televisión. Más de una vez me fui a dormir con las palabras del abuelo y su relato emocionado de un gol rematado en forma de escorpión. Repasando en la memoria de mis ídolos que acumulan archivos desde el ‘78, aún no he visto a nadie jugar como él solía hacerlo, durante el recuerdo de mis viejos.

Reflexionando acerca de su obra, concluyo que jamás hubo un futbolista tan grande como Alfedo Distéfano. Porque los tiempos nos obligan a ser testigos fijos del juego en directo. Aniquilando la ilusión y permutando el sueño del partido mágico, que solo puede jugarse en el terreno de la fantasía. Aquellos en los que un hombre se quita tres rivales con la camisa al viento y define el campeonato con el estadio de cabeza al minuto noventa. Persiguiéndole, los compañeros intentan abrazarle un pedazo de su gloria siempre solidaria y compartida; y hasta los contrarios agradecen haber sido elementos de este paraíso. Me quedo con Distéfano como el mejor de todos los tiempos, porque vive en mi cabeza.

Su era, escapó del videotape y los satélites. Otorgando su trascendencia al cuento de sus contemporáneos. Que narraban orgullosos sus hazañas, transmitiendo las mejores jugadas de Alfredo Distéfano desde una charla de café. Sin cables, ni señales, ni ondas electromagnéticas, el humo del puro formaba su anatomía que se movía con cuerpo de futbolista. Mientras las manos del antiguo interlocutor, ásperas de muelle y manchadas de sol, redactaban poemas y alegorías en el aire, dentro del espacio de su historia. Ante la mirada tierna de una generación huérfana de líderes.

Me contaba el abuelo que Distefano era dos en uno. Capaz de resolver una jugada comprometida en la línea de gol propia y segundos mas tarde, convertir la desgracia en histórica gracia favorable. Jugador total y futbolista monumental. Detrás del medio campo era el custodio más bravo de la pelota. Pero al cruzar la línea que separa a los hombres de los dioses, se desdoblaba en mago y hechicero. Poniendo de pié al Bernabeu que se desgajaba en rito y aplauso. Mientras Distéfano encaja la finta, la gambeta, el hueso y el músculo en apasionada entrega a la pelota; a quien siempre llamó: “vieja”. Por ella, la incalculable socia de su grandeza, levantó un pedestal en el patio de su casa y en la dureza del mármol de Carrara, grabó con la suavidad de una jugada al borde de su sincera redondez, la frase: “Gracias Vieja” , escrita con la pluma de su humildad.

Para definir su grandeza, diremos que el día que muera, será como ver morir el escudo del Real Madrid. Con quien ganó ocho ligas y cinco títulos de Europa consecutivos. El club de Fútbol más grande sobre la tierra, vestirá de negro una temporada entera, en señal de luto por su origen. Porque él, hizo del blanco vida. Y del fútbol; blanca pureza inmaculada.
Son las once con treinta minutos en el hospital La Fe de Valencia. Un proceso febril aplaza la operación del genio. A quien un by pass puede amagarle el epitafio. La voz llega ronca desde la cama con sábanas blancas, no podían ser de otro color.
Ha pedido un vaso de agua y bromeado con un colega de banda. Pregunta por Puskas y dice que ha visto a Kubala entre sueños. Aún mantiene el ritmo del partido pese a la falta que le lesiona. Vuelve a tomar la pelota y ataca, después de haber defendido en terreno propio toda la noche. Sigue jugando, consciente de su fortaleza y humilde en su debilidad. Sin la ostentación del superhéroe, remata el electrocardiograma que vigila el mito de su corazón. Marcado por un tanque de oxígeno, respira por su historia y aún así, contagia animo. En tiempos donde el fútbol y la vida se parecen tanto, se nos escabulle la estampa humana de Don Alfredo Distéfano. Futbolista moral y héroe legendario.
Comprometido con el honor y los valores propios del caballero, que hacen del fútbol un evento tan humano y noble. Junto a él, se nos puede escapar gran parte de la vida. Porque ahora ya no está tampoco el abuelo, que nos alimentaba su leyenda. Don Alfredo, si decide usted marcharse, dele un fuerte abrazo a mi abuelo. Es gracias a él, que le conozco y quiero. Y ahora gracias a usted, también lo extraño tanto.

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